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Amorosa

 

Siempre estaban juntos. En los sitios más céntricos, en los paseos, en los cafés, a las puertas de los teatros, se les veía sin separarse un momento, a veces de la mano, otras, las más, él delante, con ínfulas de reyezuelo, ella, detrás, siguiéndole sumisa y mirando con cariño aquel cuerpecito anémico, raquítico, que se movía con gracia y distinción dentro de sus harapos.

El tenía doce años, pero apenas representaba ocho. No había conocido a sus padres ni tenía familia. La mujer que le había criado le decía muchas veces que su papá era muy rico y que ya le diría su nombre cuando fuese grande. Pero un día, cuando él no contaba más de cuatro años, llevaron a casa a la mujer muerta de un lavadero y nadie se volvió a cuidar de él. Se hizo golfo…

Ella no tenía más que diez años, pero era tan seria, ponía tanta gravedad en todas sus cosas, que más parecía una mujer cansada de vivir que una niña.

Se les veía
También era huérfana. Su padre se cayó de un andamio poco antes de nacer ella y lo llevaron muerto a casa. Su madre murió algunos años después. Una parienta de su padre, ya vieja, que pedía a las puertas de las iglesias, la recogió para que la ayudase a pedir y por tener alguien a quien maltratar… Ella era muy sufrida, pero un día le encontró a él y abandonó a la vieja.

Vivían los dos solos, tristes, como dos pajarillos que no encuentran el nido, en aquella ciudad populosa, teniendo por vivienda cualquier asiento del paseo más retirado ó el quicio de alguna puerta cuando llovía.

Pero eran muy felices porque se amaban. El no parecía huérfano, pues ella le rodeaba de exquisitos cuidados. Era para él su madrecita, su mujer, su amante, su esclava, su perro… Y tenía delicadezas tiernísimas para aquel cuerpecito degenerado.

Él algunas veces no pagaba bien aquellos cuidados y ternezas de la muchacha. Tenía dentro algo malo que le ponía lívido en ocasiones, y con todo su cuerpecito raquítico de rasgos elegantes, tembloroso la golpeaba… Pero ella nada decía. Era más fuerte que él y podía sufrir todos aquellos arrebatos de su golfito… Así le llamaba con su vocecita grave y cariñosa.

Ella no tenía

A veces cuando iba detrás de él notaba, estremeciéndose, que cada día estaba más delgadito y más insignificante. Y luego tosía tanto, tanto que se quedaba sin fuerzas y muy triste. ¡Oh! si hubieran tenido una cama para que él descansase, muy arropadito…!

Una noche estaban a la puerta de un gran teatro esperando la salida para recoger algunas monedas, cuando él se agarró al brazo de la muchacha. Ella le miraba con su adoración acostumbrada, y lo estrechó contra su cuerpo desmedrado. ¡Ah! nadie hubiera dicho que hacía tanto frio y que estaba nevando. ¡Virgen santa! Qué calor tenía él en su cuerpecito raquítico y elegante. Abrasaban sus manos. Con voz mimosa dijo:

—¡Vamos a casa!

¡A casa! ¿Estaría soñando? Pero ella, discreta y grave, acostumbraba a complacerle siempre y a no contradecirle, echó a andar llevándole cariñosamente sujeto por la cintura. ¡Oh! ¡Qué débil estaba su golfito aquella noche!…

Eran muy felices

Llegaron a una calle retirada y ella se sentó en una puerta, después le sentó a él en su pobre regazo de niña y quitándose un guiñapo, que llevaba sobre los hombros, se lo puso a él al cuello. Y así, apretados el uno contra el otro, se prepararon a pasar aquella noche de invierno tan cruda. Pero él estaba inquieto y cada vez ardía más su figurilla pálida y esmirriada. Se abrazaba fuertemente a la muchacha, y ella sonreía con deleite al sentir en su cuerpo aterido el calor que salía de su golfito.

—¿No te lo he dicho, gatita?… ¡Si, sí! Me lo decía mi madre, ya sabes, la que me crio: «¡Tu papá es muy rico!» Pero nunca me lo enseñó. Será un señor como esos que salen de los teatros, ¿sabes? Y tendrá coches, casa grande, criados… Todo, todo para mí… Entonces no sentiremos frio. Tendremos mucha lumbre, y casa. Tu estarás conmigo ¿verdad? Nos comprarán juguetes… ¿Cómo serán los juguetes?… ¡Ah! ¡Cómo nos vamos a reír!…

Ella con los ojos muy abiertos, fijos en los copos silenciosos que caían, escuchaba todo lo que él iba diciendo precipitadamente, con voz seca y silbante… ¡No entendía aquello! ¿Estaría dormido?… ¡No! ¡Si tenía los ojos tan abiertos como ella!…

Él con un movimiento brusco la rechazó y se puso en pie tambaleándose.

—¡Ah! ¡Qué bien se está aquí! ¿No te lo decía yo? ¡Qué bueno es mi papá! Me lo da todo, todo… Y a ti también te quiere mucho. ¡Anda! Qué guapa estás con ese vestido, gatita… Ya no tendrás frío. Mira, mira qué bien se ve nevar desde aquí… Pero hay que mover la lumbre…

Y con movimientos bruscos metía sus manos ardorosas entre la nieve y la removía…

—¡Cómo arde!… Tráeme mis juguetes, aquí, junto a la lumbre… ¡Anda!… ¿Y mi mamá?… ¿Cómo será?… Me decía aquella mujer que estaba en el cielo… Tendremos que ir, ¿verdad, gatita?… ¡Oh! qué bien sabe la cama, qué blanda… Quiero dormir…

Y el pobre golfito se extendió en la nieve. Ella, con los ojos muy abiertos, pálida y sonriente, le seguía en todos sus movimientos creyendo que jugaba como otras noches. Pero al ver que no se movía, hizo un esfuerzo y, sacudiendo sus miembros entumecidos, se acercó a él.

Lo llamó una, dos, tres… muchas veces, pero él con los ojos desmesuradamente abiertos la miraba sin contestar. Entonces ella se sentó a su lado y le dio un beso. ¡Pero él, nada, sin moverse!… ¡Vaya, se había dormido!… Pero así, con los ojos abiertos…

Otras noches le gustaba que ella le arrullase, y como lo veía con los ojos abiertos, inmóviles, fijos en ella, le cogió con mimo la cabeza y la colocó en su regazo. Después empezó a mecerle, cantando con su vocecita grave y cariñosa la canción que más a él le gustaba…

Ya empezaba a clarear otro nuevo día de invierno frío y plomizo, cuando se oyeron en la calle pasos y dos voces broncas y desagradables como los gruñidos de un perro a quien despiertan con una pisada. Eran dos policías que venían amenazando a aquel grupo formado en la nieve y que ellos apenas distinguían.

Ella seguía cantando despacito, pero al oír ruido volvió la cabeza y mostrando su carita pálida y sus grandes ojos abrillantados por la fiebre, les dijo poniendo el índice sobre sus labios:

—Chisss! ¡Está dormido!…

Y siguió meciéndole.


*El cuento, publicado en El Adelanto el 2 de junio de 1902, está firmado con el seudónimo Pedro del Valle que Ángela Barco usaba en sus primeros textos.

*La imagen que nos sirve de portada es un dibujo publicado en la Revista La Esfera Ilustración Mundial. 1917

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