Me han despertado los chillidos de los vencejos.
¡Por fin!
¡Por fin!
Por fin he abierto los ojos con la certeza de que si mis hermanastras tienen una inundación, yo no estoy obligada a achicar su agua.
La leche de mi desayuno se convierte en humo y vuela por la cocina. Abro la ventana. El sol me ilumina. Se me calienta la sangre al pensar que mis hermanastras viven al aire y libres porque yo estoy encarcelada entre sombras y cenizas.
Miro con resentimiento a los pájaros presos que habitan una jaula en el balcón de enfrente. Miro al avellano sin flores, sin hojas, sin magia, sin vida, sin el menor encantamiento. Miro con resentimiento las trampas para ratones repartidas por las esquinas del patio. Vuelvo a la cocina. Miro con rabia, sobre la encimera, la calabaza que he de convertir yo sola en puré, porque no hay rastro de mi hada madrina.
Colorín colorado:, para que mis hermanastras vivan no voy a seguir muriendo yo.
Ha llegado la guerra. Ha estallado la Primavera.
Todavía guardo un zapato de tacón y cristal en el fondo del armario, perfecto para pinchar la burbuja de los que se piensan príncipes y princesas.
Voy a salvarme la vida.
*Publicado por primera vez en abril de 2016
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