Basta con mirar a los niños más cercanos para darse cuenta de que estos días algo muy importante ha sucedido: empieza el verano.
No creo que haya nada más grande en la infancia. Ni siquiera los Reyes Magos brillan tanto como el último día de clase y el principio del verano. La felicidad de bajar las escaleras, cruzar el umbral siempre oscuro del colegio y salir a la calle rebosante de sol, de calor y de los chillidos de los vencejos y de los niños que se arraciman y despiden a la puerta del colegio.
Adiós deberes, adiós horarios, adiós profe que me tienes manía y que tampoco yo te aguanto. Libertad total, alegría desbordada. Sentimientos absolutos reservados sólo a los niños y a los vencejos.
No importa si el verano vas a pasarlo en el pueblo, en la playa, de campamento o en casa. Tampoco importa que sepas —por experiencia— que el verano termina haciéndose pesado y que el anterior te aburriste como una ostra muchos veces. Lo único importante es la perspectiva del verano. Esa capacidad de no ver una sola nube en el horizonte; de presagiar juegos, diversión y risas que durarán un verano entero. Un verano que, recién salido del colegio el último día de clase, promete ser tan largo como una vida.
Hoy empieza el verano. Al escucharlo a los adultos todavía nos salta por dentro una punta de aquella ilusión inmensa de la infancia. Una parte de aquella magia se ha quedado entre las letras de la palabra verano. Por eso aunque no podamos ya librarnos de obligaciones, preocupaciones y problemas; aunque no podamos ya imaginar un horizonte vacío de nubes, el inicio del verano, el sol y el calor nos alegra un poco a todos, a pesar de todo.
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