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—Hace un frío tremendo, Mónica…

Me lo ha dicho mi madre con los ojos en lágrimas.

Me levanto como si confiara en que mis pies sostendrán el peso de mi cuerpo. Me sostienen.

Salgo de la habitación, y golpeo la primera puerta que aparece en mi camino. La voz del empleado me dice que pase. Le pido algún modo de caldear el recinto; nos estamos quedando todos helados.

Nos he incluido entre los helados a mi padre, aunque no me creo que esté muerto, y a mí que debo de estar medio muerta porque tampoco siento frío.

El empleado parece tomar conciencia de la gravedad de la situación, y pone cara de querer solucionarlo. Me interroga sobre el número de sala de nuestro velatorio. No lo sé, y para que nos identifique le recuerdo que soy del grupo que rechazó el caro ataúd madera de cerezo con almohada incluida para el más cómodo reposo eterno de mi padre. Nos recuerda…

Me acompaña al velatorio tres. Es el tres. Aprieta un par de botones en el aparato del aire acondicionado, y nos anuncia que estaremos bien en unos minutos.

Miro a mi familia y tengo serias dudas de que el anuncio se cumpla: tía Flora acaba de dar por finalizada su segunda o tercera puesta en escena de la aspavientera tragedia: “Escuchadme todos, mi hermano ha muerto”, con ella en el papel de hermana protagonista; hace mutis junto al ataúd abierto de mi padre en medio de la aclamación de un público entregado: “…Pobre Flora cuánto quería a su hermano…”; y toma asiento, vaya por dios, junto a mi madre, que nunca ha tenido la facultad de mandar a paseo a nadie ni siquiera a la repuesta tía Flora, que ya está presumiendo de hija exitosa en las narices de mi madre, que desde siempre no ha olfateado más que fracaso alrededor de sus hijos.

Una pariente desconocida cuenta a mi hermana Yoli historias de muertos para no dormir, con moraleja común: nuestro padre nos ha creado una montaña inimaginable de problemas con eso de morirse de pronto. Yoli se aleja de ella y saca del bolso un puñado de canicas, se acuclilla junto a Pablo y las deja caer en su caja favorita. Mi sobrino zambulle la mano entre ellas y las estruja para que los vidrios crujan.

El hombre de la floristería entra en escena con nuestra corona: “tu esposa, tus hijos, tu hermana”. Las cuelga junto al ataúd en algo parecido a un perchero de hasta ahora finalidad misteriosa, y se marcha por donde ha venido.

La luz de un foco resalta el blanco de las flores y la nariz de mi padre, que es lo único suyo que veo desde mi asiento. Se ha movido; juraría que la nariz de mi padre se ha movido. A mi lado Valeria lleva un rato sin apartar la vista de la misma nariz, y observo a mi sobrina para comprobar si también ella se ha dado cuenta del movimiento. No. Valeria-madre la ha distraído insistiendo en que se acerque al ataúd a despedirse de su abuelo: “está muy natural; no te dé miedo; parece que está dormido”.

Ángel se interpone entre la nariz de nuestro padre y yo. En su papel, siempre le sale forzado, de hermano mayor, intenta organizar quién irá en el coche de quién al cementerio. Respondo que sí y que vale a todo lo que me dice sin molestarme en retener a quién debo llevar yo. Total, nuestro padre se ha movido y quizá no tengamos que ir al cementerio…

Una anciana desconocida se sienta a mi derecha, me acorrala con una de sus muletas, me enfoca con los cristales de sus gafas y me pregunta por mi edad, estudios, trabajo, estado civil y vivienda habitual… Soy inocente, lo juro, cuando yo llegué mi padre ya estaba muerto, déjeme en paz, ¿me oye?… Pero está muy sorda y no puede escuchar mis lágrimas. Las mira satisfecha y las archiva como prueba de amor por mi padre. Vieja tonta, son el pie para Rodrigo que tarda ya demasiado en entrar en escena con armadura de plata sobre un caballo blanco. Pero voy a tener que improvisar porque me da que Rodri no tiene mucha intención de materializarse en caballero andante, fuera del mensaje que aún no he borrado en el móvil: “Siento mucho lo de tu padre. En lo que pueda ayudaros ya sabéis que podéis contar conmigo”. Y termina con una “b” una “e” una “s” y una “o” simulando un beso.

Relampaguea un suspiro de tía Flora, aguardamos en suspenso unos segundos, pero no explota en crisis de llanto. Desoigo un nuevo murmullo de mamá lamentando el frío. La vieja de las muletas pronuncia el nombre de mi exnovio.

—No creo que venga. No tiene caballo y las armaduras le quedan grandes.

En silencio, la anciana me contempla sin comprender. Está sorda. Pero creo que la he vencido.

Reanudo la vigilancia de la nariz de mi padre. No se mueve.

Para no oír el nubarrón de problemas que vuelve a pronosticar a Yoli nuestra pariente desconocida, escucho el chirrido de las canicas de mi sobrino.

—¡Pero si está muy natural! No te dé miedo; parece que está dormido…

Ni Valeria ni yo hacemos el menor movimiento. Mi padre tampoco. Las canicas de Pablo chocan pacíficas entre ellas dentro de la caja.

—¿En qué me has dicho que trabajas? —es la anciana de las muletas que reabre el caso. Me acojo a mi derecho a guardar silencio.

Un hombre, con alguna clase de parentesco con nosotros, explica a mi madre y a tía Flora que su mujer y él supieron de lo ocurrido en una estación de esquí. Lo de la estación de esquí lo repite tres veces.

Vecinos, conocidos, primos y demás familia acompañan nuestro sentimiento distribuidos en grupos, compitiendo animadamente entre ellos para ver quién ha hecho el viaje más exótico y quién tiene el hijo con más óptimo presente o futuro monetario.

Por la ventana abierta entra olor a sardinas fritas. Al olor de las sardinas el estómago me ruge con vida. Mi padre, inmóvil, sigue muerto.

+Imagen: Pavel Danilyuk. Pexels

Desde el bosque, últimos cuentos


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Dos historias sobre la dificultad de habitar mundos tan diferentes a los que soñábamos

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Pasos en la escalera

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Cuatro meses antes, una universitaria principiante se instala en el sexto piso. Subiendo y bajando por las escaleras, irá encontrándose con su vecinos: el niño-Batman, la niña fea, el médico del botiquín desmantelado, una abuela que extravía recuerdos, la dependienta que no vende, un escritor con batidoras en la maleta.

El perturbado del séptimo sabe que puedes leer sus pensamientos. En lo alto del edificio un astrónomo deprimido vigila con obstinación la luna.

Interesados, suban hasta la azotea. En caso de pérdida, sigan el rumor de pasos en la escalera.

Valoraciones de lectores 4,1 sobre 5. Pasos en la escalera
Portada de la novela "Rompecabezas"

Rompecabezas

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La narración abarca dieciséis horas en la vida de tres adolescentes, al borde de la mayoría de edad. Antes de adentrarse para siempre en el país de los adultos, los tres jóvenes exploran los rincones oscuros del colegio...

Valoraciones de lectores. 3,8 sobre 5. Rompecabezas
laurarivasarranz.com
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